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41 perdieron la vida, pero miles sobreviven a la violencia de cada día…

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«La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente». François Mauriac (1885-1970), escritor francés ganador del Premio Nobel de literatura en 1952.

Este 8 de marzo, además de celebrar el Día Internacional de la Mujer, se conmemora el primer año de la tragedia del Hogar Virgen de la Asunción, cuando 41 niñas y adolescentes guatemaltecas perdieron la vida; algunos afirman que por negligencia estatal, otros aseveran que fue el final de una larga cadena de violencias que todas ellas vivieron en sus hogares, en la escuela y, finalmente, en una institución, todos ámbitos que debieron protegerlas y cuidarlas.

Todos y todas nos rasgamos las vestiduras recordando la tragedia, pero ha pasado un año y la situación de la niñez y de la institucionalidad al servicio de ellos y ellas permanece sin avances: la Secretaría de Bienestar Social continúa sin programas en sus centros de protección y abrigo, con una alta rotación de personal directivo y sin inversión para la atención de niñas y adolescentes que siguen abarrotando esos hogares. No se supera la cobertura y la calidad educativa que principalmente las niñas y las adolescentes requieren para su desarrollo integral, en tanto subsiste un Ministerio de Educación cuyas prioridades cada vez están más burocratizadas y con un pobre presupuesto e inversión. El Programa Educar con Responsabilidad, que parte del Convenio Biministerial (Educación y Salud), desde donde debieran abordarse niños, niñas y adolescentes escolarizados o no, continúa sin aplicarse. Muy lejos de ello, la educación sexual y reproductiva sigue siendo satanizada, tal y como sucedió con la orden emanada por la Corte Suprema de Justicia para que la Procuraduría de Derechos Humanos no aplicara el manual propuesto por dicho organismo, para apoyar a la niñez y adolescencia, en el cumplimiento de este derecho. Esta sería una acción estratégica apropiada, que serviría para abordar a la niñez y adolescencia y reducir las cifras de  90 mil niñas y adolescentes embarazadas en el país.

Este año, muchos sectores y actores nos contentamos con volcarnos a las calles, con hacer obras de teatro, marchas, conferencias de prensa y un sinfín de actividades que parece que sustituyen las carencias de todo un año donde no se ha tenido la capacidad de incidir eficientemente frente a un gobierno que no asumió su responsabilidad, y continúa haciéndose de la vista gorda ante todos estos fenómenos e indicadores que solo reflejan los niveles de incumplimiento de sus responsabilidades.

Guatemala tiene una cultura de sufrimiento y muerte. Desde esa óptica es relevante contabilizar el número de muertos, heridos, violadas, asesinadas, desnutridos, etc. Eso es lo que parece relevante. Por ello, al igual que conmemoramos la pasión y muerte de la figura Jesucristo con procesiones, alfombras, rituales, incienso, conmemoramos la muerte y los funerales de las personas más que celebrar la vida de quienes aún están aquí. En este caso, conmemoramos la muerte de 41 niñas y adolescentes que perdieron la vida en una institución y nos hemos olvidado de la vida de decenas de miles de niñas y adolescentes que se escapan y sobreviven de manera resiliente, día con día, ante el olvido y la visión miope de todos los actores gubernamentales.

Este es un llamado para afinar nuestras acciones de incidencia como corresponsables del cumplimiento de los derechos de la niñez, especialmente de las niñas y adolescentes guatemaltecas, para lograr que los garantes, principales responsables, organicen un país donde las niñas y las adolescentes gocen de un ambiente apropiado que les permita crecer integralmente.  No habrá mejor manera de recordar a las 41 niñas que murieron, que recordar a las decenas de miles que sobreviven a las violencias.  «Así, frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar la vida», como dice el poeta mexicano Octavio Paz (1914-1998).